OHL se dice al servicio de la sociedad

junio 20, 2016 Santoñito Anacoreta 0 Comments



(El presente texto es el comienzo de un ensayo que forma parte de mi antología Apuntes alrededor de la soledad en preparación. Puede ser leído completo aquí: Empresas solitarias.)


DE UN TIEMPO A ESTA PARTE se ha —podemos decir— instalado en la mentalidad empresarial y de algunos partidos políticos y gobiernos, la idea de que lo políticamente correcto es ostentar a la firma como una socialmente responsable.

Este discurso que comenzó a mediados de los noventa como una estrategia de comunicación organizacional e institucional y de relaciones públicas, buscaba anclarse en un principio filosófico maniqueo por el cual la empresa, en tanto factor social, debía establecer nexos armónicos con los públicos clientes de su ámbito: el vecindario, los proveedores, los consumidores y los empleados. Así, empezaron a desarrollarse políticas más preocupadas por la imagen de marca con base en la percepción y se comprendió la responsabilidad como una forma de resarcir cierto probable daño o inconveniente derivado de la ubicación, los modos fabriles, la convivencia, las formas de distribución o explotación de bienes y servicios respecto de las expectativas humanas de quienes dentro o fuera de la empresa, el partido o el gobierno definen su dinámica económica.

Las empresas, partidos y gobiernos entonces entraron en el juego de mostrarse solidarios, filantrópicos, didácticos, pedagógicos, estableciendo líneas de acción (a veces más bien de coacción sutil) para generar en los clientes y proveedores, en simpatizantes o gobernados un sentido de identificación y pertenencia mutua. De ahí surgen las marcas asociadas con lo familiar, lo divertido: el refresco familiar, el yogurt divertido, el cemento de todos, el representante que abraza un compromiso con cierta causa capaz de volverle familiar a los ojos de los otros.

Tras las evidencias del cambio climático, dicha perspectiva sumó la visión ecológica para hacer de las empresas y su hipotética responsabilidad social una no nada más preocupada y ocupada en convertir los productos y servicios en algo familiar y divertido, sino además encontrar la forma para justificar la obsolescencia con argumentos que incluyen ideas como el reciclaje o lo renovable en tiempos cuando los recursos no renovables, como el petróleo, comienzan a escasear. Entonces, ya no importa tanto si el producto o servicio tiene una vida útil corta o prolongada, sino que sea sustituible mejor que desechable, biodegradable mejor que reparable.

En ese tenor y con variantes comprensibles de cultura a cultura, de país a país, tarde o temprano tal o cual empresa, gobierno o partido, incluso las organizaciones sociales de todo tinte, entran en el juego de designarse como entes dotados de una consciencia social suficiente y asaz responsable respecto de los efectos de sus actos, aun cuando no siempre de sus omisiones.

Lipovetsky, el filósofo y sociólogo francés, señalaba críticamente ya en 1992:
[…] por todas partes se esgrime la revitalización de los valores y el espíritu de responsabilidad como el imperativo número uno de la época: la esfera ética se ha convertido en el espejo privilegiado donde se descifra el nuevo espíritu de la época […] mientras que la ética recupera sus títulos de nobleza, se consolida una nueva cultura que únicamente mantiene el culto a la eficacia y a las regulaciones sensatas, al éxito y la protección moral, no hay más utopía que la moral, «el siglo XXI será ético o no será» (LIPOVETZKY, 1994, pág. 9).
Pues bien, ya estamos acercándonos al primer cuarto del siglo XXI y, en efecto, la preocupación moral en torno a diversos temas campea, a veces destilando más inquina que propiciando equilibrio y comprensión.

Los nuevos medios electrónicos, entre los que las redes sociales —en tanto extensiones de la sociedad— juegan ya un papel fundamental traducen y enfatizan este afán por hacer del discurso uno a como dé lugar responsable.

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