Crónica de un suicidio

septiembre 22, 2016 Santoñito Anacoreta 0 Comments

Suicida en Mazatlán, 22 de sept 2016


Prólogo post facto
Este texto lo escribí y publiqué originalmente el 14 de octubre de 2006 en lo que era mi blog "VETA Personal", siendo prácticamente una de mis primeras incursiones en la redacción de blogs y de las primeras señas de mi blogmanía, luego lo trasladé a mi blog "Archivo de crónicas" que ahora es aquí una sección o categoría nada más y desde el 2 de marzo de 2015 este es su espacio.

Diez años después de escrito este texto, una noticia semejante pero ocurrida en Mazatlán, Sinaloa: el suicidio de Óscar N, motivado, según explicó el suicida, por el fallo de un juez que le quitó la custodia de sus hijos sumiéndolo el hecho en una profunda depresión, da la vuelta al mundo por desgracia de las redes sociales, las que ahora no nada más potencian la capacidad informativa de los seres humanos, de los individuos que con un celular en la mano se convierten en reporteros del instante, sino que además permiten retratar con toda su crudeza la miseria y la mezquindad humanas, en especial de aquellos que, empoderados con la tecnología no tienen noción de los riesgos, en este caso emocionales, de la profesión periodística.

No está de más decir que el morbo cobró o cobrará más pronto que tarde su factura en todos aquellos que atendieron tan patético acontecimiento convertido (no en sí mismo, sino por interés de los espectadores) en un espectáculo. Claro, en aquellos más conscientes que en los obnubilados y fascinados. Porque la escena retratada, aunque parecida a la de un impresionante salto de altura desde la Quebrada en Acapulco o desde la altura de un poste de algún circo, ni remataba en las profundidades marinas para presunción de la destreza del clavadista entre vítores y vivas, ni a este lo esperaba una red de seguridad. El sonido que alcanza a escucharse cuando el hombre golpea el piso yo lo experimenté a escasos metros en aquel entonces, como describo en esta crónica. Y es fecha que no puedo borrar de mi cabeza el hecho con todos sus detalles.

No es sencillo sobreponerse a una tragedia humana, más cuando se experimenta en carne propia. No obstante, hoy retomo esta crónica no por dar continuidad al morbo, no por vulgar sensacionalismo, ni para exorcizar mis demonios, sino para, como ayer, motivar a la reflexión a los viejos y a los nuevos amables lectores, los que conocían y los que desconocen esta entrega que ahora, con este prólogo, refresco.

Hace diez años
Ignoro de dónde saco el ánimo o las fuerzas para escribir esta crónica. Hace tiempo que no escribo para ningún medio de comunicación y, sin embargo, aquí me encuentro, ante el teclado, dejando fluir la memoria y los sentimientos bajo la guía del oficio periodístico y literario.

Comienzo con una breve confesión: no he reporteado ningún evento trágico, no he sido corresponsal de guerra, me he desempeñado en otras áreas del periodismo, especialmente el de opinión. He escrito sobre otros temas, pero lo que siempre me ha movido y conmovido ha sido el ser humano detrás de cada acontecimiento. No el chisme vano, la información vacua, del momento. Cada nota debe llevar un recordatorio a quien escribe y a quien lee que los protagonistas del suceso narrado son seres de carne y hueso, tan débiles como cualquiera.

Escena primera
Son alrededor de las dos de la tarde. En la central de bomberos de Naucalpan se recibe el reporte de que hay un ciudadano que pretende suicidarse lanzándose desde lo alto de la torre de alta tensión que se ubica a la orilla del Río Chico de los Remedios, en la esquina de las avenidas Paseo de la Primavera y Paseo de Echegaray, a dos cuadras de la Av. Dr. Gustavo Baz Prada y a tres cuadras de donde yo vivo, en el Fraccionamiento La Florida, en el Estado de México, a la altura de las famosas Torres de Satélite creadas por los arquitectos Luis Barragán y Mathías Göeritz.

No estoy enterado de lo que sucede. En casa se acerca la hora de la comida y mi madre escucha un acetato con música cantada por Diane Warwick. Comentamos las melodías: “Para eso son los amigos”, “Sé que no amaré así otra vez”, “Camina lejos”, “El poder del amor”… Terminando la hora de la comida, mi padre, que vive en Copilco, llama por teléfono y me dice lo que sucede a unas calles de ahí. Lo ha escuchado en la radio, en la estación Monitor. De inmediato viene a mi cabeza el recuerdo de la ocasión, hace un año aproximadamente, cuando me acerqué a ayudar a una mujer que intentaba suicidarse haciéndose cortes pequeños con unas tijeras diminutas de costura.

Ella sufría de una desilusión amorosa y de la incomprensión de su hija. En el estado alterado en que se hallaba y considerando su basta corpulencia, su fuerza era descomunal. Esa vez llegaron un par de patrullas y una ambulancia. Seguí a la mujer desde mi calle hasta el río, donde pretendía ahogarse. Usé mis conocimientos de psicología, psicología invertida, logré detenerla un poco. Pero es claro que en esas circunstancias, la razón está de más. Después de varias horas, una paramédica logró la empatía. Entre mujeres se entendieron. La policía me solicitó mis generales. Se la trasladó ante el Ministerio Público, pero la experiencia dicta, según me comentaron los policías entonces, que ante los pobres recursos del estado para atender estos casos, sin una denuncia formal, sólo se levanta el acta y se deja al ciudadano en libertad con el riesgo de que saliendo de la delegación intente de nuevo suicidarse y hasta lo consiga. Es triste, pero real. La salud mental de los mexicanos está muy desatendida.

Es sábado 14 de octubre de 2006, un impulso mezcla de morbo, afán de ayudar y oficio periodístico me saca de la casa, para ser testigo de un acontecimiento que no olvidaré jamás.

Escena segunda
Al llegar al sitio, ya hay algunos colegas periodistas reunidos, TVAzteca levantó la nota en 5 minutos y se retiró cuando eran las 4:30 p.m., aproximadamente. Quedaban La Prensa, Monitor, La RED, entre otros. Monitor llegó primero, enseguida La RED. Los mirones ya sumábamos casi un centenar. Estaban los bomberos, la policía estatal, paramédicos. Las calles habían sido cerradas parcialmente en un radio de 50 metros.

Ahí lo vi y reconocí su rostro. Se trataba de un vecino de la colonia aledaña a la mía, es decir Echegaray. Recordé haberlo visto en la casilla en que fui escrutador y haberme cruzado con él por la calle en varias ocasiones. Pero como ocurre con más frecuencia de la debida, reconocer al vecino no supone la convivencia o la cercanía social. Cada día todos vivimos sumergidos en nuestros problemas individuales y familiares, y quizá sólo al margen nos interesamos por lo que ocurre en la casa de enfrente. Confundimos colindancia con despego. La solidaridad en tales condiciones dormita hasta que ocurren desgracias como la que ahora narro.

Su nombre: Gerardo Carrión. Tiene poco más de 40 años. Yo tengo 43. Según informes de sus vecinos más cercanos, al parecer vive con sus padres. El papá padece esquizofrenia y asimismo Gerardo. El drama familiar se adivina, se presta a la imaginación. Varios vecinos tratamos de dialogar con él, lo invitamos a bajar de la torre. El hombre se sonríe y alega: “¡Es la agonía de la maldad!”; “¡Yo soy la maldad!”; “¡Es la agonía de la muerte!”. Dice que sus padres no lo quieren. Su intención es castigarlos, atraer su atención y la de quienes ahí nos encontramos, pero afirma que ni la presencia de sus padres lo hará cambiar de decisión. No reta. No espera. No amenaza. Está de pie aferrado a los travesaños de la torre, en lo más alto.

Escena tercera
Cinco de la tarde, más o menos, en conversación con el Instructor Zurutuza, del cuerpo de bomberos, comento sobre la pertinencia de que la Compañía de Luz y Fuerza del Centro corte el suministro a la colonia, para facilitar las labores de rescate. Él me dice que ya han solicitado esa acción a la central, que se reduciría el voltaje, pero es la hora que tal no ocurre. Contradictoriamente, el comandante de la policía estatal a cargo me indica que no tiene contacto con la Compañía de Luz. Entonces, solicito a un vecino que me preste su celular para llamar a mi casa y desde ahí pedir a mi madre que emita la queja para que se corte la luz dadas las circunstancias. Además, me atrevo a sugerir, como lugareño con 38 años de habitar en el fraccionamiento, que la circulación del tránsito se corte en zonas más específicas y alejadas, pues soy testigo que el cuello de botella que es esa área, tarde o temprano dará problemas, pues es el paso natural de la gente que transita rumbo al Distrito Federal. Gracias a esta medida, en pocos minutos llega una ambulancia que es estacionada bajo los árboles, a escasa distancia del lugar, con la finalidad de no generar expectativas que alteren al suicida.

Cinco treinta. La policía pide a los presentes alejarse, formando un cerco virtual, prudencial. Tres valerosos bomberos comienzan a escalar la torre: Onorio es el más experimentado. Tiene diez años en el cuerpo y no es su primer caso de suicidio. Le siguen Francisco Fernández, joven respetable que se estrena en esta situación y su tocayo, Paco González. Llevan cuerdas y arneses, pero no hay ninguna otra forma de equipo de rescate a la vista. No hay lonas, colchones inflables o recursos similares. Aún no se ha cortado la energía. El día ha estado nublado. A mediodía llovió y el cielo amenaza con una nueva precipitación.

El tiempo transcurre. La gente comenta. Los mirones apuestan sobre si Gerardo se lanzará o no. Sé por sus vecinos próximos, que es el segundo intento. En el pasado se tiró de la azotea de su casa, así que las probabilidades de que en esta ocasión cumpla su cometido son muy altas. Los bomberos sólo lo sospechan, pero eso no los arredra en su decisión de salvarle la vida. La esperanza general es a favor de la vida, salvo algunas excepciones. “Les está tomando la medida”, dice una anciana, “debían dejar que se tire y santo remedio”. Le pregunto si pensaría igual si se tratase de su hijo. “¡Claro! Les está tomando la medida. Síganle el juego nomás.”

Por un vecino de Gerardo sé que ya se notificó a su padre. La madre no se encuentra en casa. Éste, por toda respuesta, solicita que cuando Gerardo se tire le informen, nada más. Al parecer el suicida no tiene amigos o pareja conocida.

Escena final
Para las seis de la tarde, se acelera el rescate ante la inminencia de lluvia y la disminución de las condiciones visuales. El comandante Ramón López coordina a los bomberos quienes cierran distancias respecto a Gerardo; éste, que ya está muy cansado, orina a los rescatadores y segundos después solo repite: “¡Llegó mi fin, señores! ¡Llegó mi fin!”.

Estoy, al igual que mis colegas periodistas, diríase que en primera fila, pero a diferencia de ellos, estoy ubicado exactamente de frente a Gerardo. Por momentos el suicida se me queda viendo. Una hora y media antes intercambié frases con él, dije conocerlo, le pregunté por qué decía que él era la maldad, a qué le temía y a esta cuestión respondió que a nada y luego de una pausa, dijo que sólo temía a la muerte. Intenté disuadirlo, como otros varios de los presentes. Gerardo no escuchaba, en parte por la altura y en parte por voluntad.

A las seis y veinte, los segundos se vuelven instantes y los instantes siglos. Tomo algunas notas para esta crónica, pero un barullo repentino me hace volver la cabeza. Veo a Gerardo volando por el aire, en dirección a mí. Los brazos extendidos. Cae como bólido, en posición erecta, las piernas dispuestas para el aterrizaje. Conforme se acerca a tierra, percibo claramente que su gesto antes burlón ahora expresa miedo, sí, miedo, ante lo inevitable. Tiene cerrados los ojos; muy apretados. Su cabello, movido por la inercia y el viento parece querer aferrarse a la torre, pero Gerardo ha saltado describiendo una media parabólica. Ha buscado el pavimento. Lleva recorrida media caída y no soporto más. Cierro mis ojos.



Minutos antes, mi colega de Monitor esperaba con ansia el rescate o el desaguisado, sudaba por los nervios. Confiaba en que todo saldría de forma optimista. El colega de La Prensa ya no controlaba sus manos, que temblaban preocupadas, como adivinando lo que se produciría a continuación. Tomó varios ángulos y finalmente, halló, para su desventura, la fotografía anhelada: Gerardo en pleno vuelo. Así consolidó la nota y su publicación.

La adrenalina nos tiene a todos quietos, congelados por milésimas de segundo.

Estando yo con los ojos cerrados, percibo el golpe seco, retumbante del cuerpo de Gerardo contra el pavimento por donde miles de veces he caminado de ida y vuelta en la cotidianidad. Ha caído a escasos 10 metros de mí, estrellándose como acordeón. Veo claramente su pie derecho desarticulado, pero de inmediato la ambulancia, los paramédicos cargando una camilla, bomberos y policías se acercan al punto. Mi colega de La Prensa levanta las placas fotográficas y en ellas se ve la condición lamentable en que ha quedado Gerardo. No es indescriptible, pero por respeto a sus familiares, al mismo Gerardo, a los lectores y a mi sensibilidad, prefiero no entrar en detalles.

Epílogo
Oscurecía. La energía de la torre nunca fue cortada ni el voltaje bajado. Se hubiera notado en el fraccionamiento. Unos niños se me acercaron. Estaban excitados por la experiencia, sacando deducciones sobre el estado de Gerardo. Me preguntaron si sobreviviría. Templado, demasiado para mi sorpresa, respondí que en caso de hacerlo no sería por mucho tiempo o en una situación muy penosa, para él y su familia.

Se desató una llovizna, la tercera del día, la que daría pauta al aguacero.

El público comenzó a retirarse, pues la función había terminado o eso creyó. En realidad sólo había terminado el segundo acto de una obra que había comenzado quién sabe hace cuántos años atrás y que había mostrado en la intimidad de una familia mexicana el dolor de la salud mental trastocada, mientras en torno la sociedad naturalmente egoísta decidía dejarse envolver por problemas generales de índole económica o política.

En el primer acto, para un hombre llamado Gerardo el drama tomó un cauce trágico a fuerza de la suma de elementos y factores diversos que le llevaron al desequilibrio y a la desesperanza, esa que los sacerdotes de todas las religiones venden disfrazada de infierno. En el segundo acto, otros dramas toman lugar.

Desencajados y desconsolados, llorando impotentes, los bomberos descienden de la torre y se sientan a la sombra de un viejo pirú a la orilla del pestilente río. Sus compañeros prestos se dan a la tarea de darles palabras y gestos de aliento. Francisco Fernández, el más joven y primerizo en estas circunstancias, es el más afectado.

De pronto recuerdo cuando mi madre rodó las escaleras de la casa, apenas en abril, sufriendo una fractura expuesta de su muñeca izquierda y todo lo que hube de hacer para evitar un desenlace adverso. Entonces me acerqué a los héroes anónimos que todos admiramos y les expresé mi solidaridad con todo mi afecto. Los curiosos ya estaban camino a sus hogares donde contarían lo sucedido como quien cuenta un episodio de CSI o la película de moda.

En el primer acto, el pesar de los padres de Gerardo sólo ellos y su círculo familiar lo vivieron, temiendo el momento cuando éste decidiera intentar de nuevo quitarse la vida. En el segundo acto, tanto ellos como los rescatadores sentirán el dolor de la pérdida.

Son más de las ocho de la noche. En la televisión transmiten la película Poltergeist como un anuncio de la proximidad de los días de muertos. ¿Me pregunto qué contendrá la ofrenda a Gerardo y cuántos actos más se escribirán de esta obra llamada vida? Antes, otros fueron los protagonistas, ahora Gerardo, mañana… quién sabe.

0 comentarios:

Gracias por sus comentarios con "L" de Lector.